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no le ha faltado alimento. He visto al mundo cambiar de cara; he podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y Beethoven, Miguel Ángel y Goethe. Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los grandes hombres. Pero estas ventajas son pagadas a duro precio. Después de un par de siglos, un tedio incurable se apodera de los desventurados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y horrores; los acontecimientos no se repiten, pero se parecen; lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para aprenderlo. Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Se lo puedo confesar a usted, ahora que únicamente nos escucha el mar Rojo: Mi inmortalidad me causa aburrimiento. La tierra ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes. Y repito con gusto las palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: "El hombre no me causa ningún placer, no, y la mujer tampoco."
"El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por momentos. Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el cielo estrellado."
"Dispénseme — dijo finalmente — si mis discursos le han aburrido. Los viejos, cuando comienzan a hablar, son insoportables."
"Hasta Bombay, el conde de Saint Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que intenté varias veces
entablar conversación. En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole."
En otra obra muy famosa se afirma:
"La existencia histórica del conde se inició en Londres el año 1743. Allá por 1745 tuvo ciertas fricciones con la justicia, pues se había hecho sospechoso de espionaje. Horace Walpole hizo esta observación al respecto: "Está aquí desde hace dos años y no quiere revelar quién es, ni cuál es su origen, si bien confiesa que utiliza un nombre falso." Por entonces se describía al conde como un hombre de estatura mediana, rondando los cuarenta y cinco, muy amable y gran conversador. "Se sabe a ciencia cierta que Saint-Germain era un seudónimo, porque él mismo dijo en cierta ocasión a su protector, el landgrave de Hesse":
"Me llamo Santus Germanus, el Hermano Santo."
También se sabe que, tras pasar varios años en Alemania, en 1758, se presentó en la corte de Luis XV. Madame Pompadour nos ha dejado una descripción de Saint Germain: "El conde parecía un cincuentón; tenía un aire fino, espiritual, vestía sencillamente, pero con gusto. Lucía hermosos diamantes en los dedos, la tabaquera y el reloj." Aquel forastero, aquel desconocido cuyo título nobiliario era muy dudoso y cuyo nombre parecía incierto, por decirlo de alguna forma, supo abrirse paso hasta el círculo íntimo de Luis XV, quien le concedió varias audiencias privadas. Y ese ascendiente sobre el rey fue lo que irritó sobremanera al ministro Choiseul y lo que acarreó a Saint-Germain la
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